Mi vecina es
una puta. Me lo dice el coqueteo soberbio de sus tacones contra el azulejo de
las escaleras cuando camina. Pasa por mi ventana como si supiera que estoy
pegado al vidrio, empañando sus figuras con mi aliento. Con una mano en el gato
y la otra en el garabato.
Sé que es una
puta porque una vez que has visitado los “templos”
te das una muy buena idea de cómo deben verse, vestirse, oler y hasta moverse.
Las mujeres de la vida galante tienen sus modos, es como si fueran parte de un
club campestre exclusivísimo.
Mi vecina se llama,
hace llamar o es conocida como Ruth. Así, a secas como el whisky. Ruth suena a
cogida exótica. Se pronuncia Ruth pero se deletrea haciendo pozo en las
esquinas.
Con el paso
del tiempo me aprendí su horario, digo, no que la espiara ni ese tipo de
conductas desviadas que son aceptadas en la cabeza de un chaval calenturiento,
sólo digo que siempre he sido muy observador y consciente de lo que ocurre a mi
alrededor.
Sus tacones
se pavoneaban enaltecidos por los pasillos de los apartamentos como a eso de
las 8:45 de la noche. Llegaban menos exaltados a las 8:20 de la mañana. Una
jornada laboral de casi 12 horas, con la diferencia que ella ganaba por
honorarios, grandes honorarios.
Llegaba
siempre acompañada por el ruido de un automóvil y un par de claxonazos
presuntuosos. Siempre pensé que eran un pitazos muy posesivos. “¡Aquí está mi puta, véanla!” gritaba ese
claxon.
En una
ocasión me desperté con ganas de unos cheerios
de miel con leche, pero tengo la absurda costumbre de dejar el cartón de leche
vacío dentro del refrigerador. Es como un recordatorio de que hay que comprar
leche, y que la vida siempre está llena de pequeñas decepciones. Digamos que es
un “chinga tu madre” pasteurizado.
Acto seguido, me vestí para ir a la tienda y comprar más leche.
Cuando salí
pude alcanzar a ver un Stratus viejo y descontinuado, a un moreno espaldón y de
facciones toscas, por no decir autóctonas. Eso sí, muy trajeado y propio.
Presumo que es el padrote/chofer/come-cuando-hay de Ruth. Pero lo que salió del
carro fue lo que llamó mi atención: Ruth. De cerquita todo es diferente, los
tacones eran más bonitos, los lentes de sol que traía parecían hacerme caras.
Eran unos lentes gigantescos, no sabía que las putas eran tan reservadas. Algo
tenían que tener sus ojos para que no se los revelara a cualquiera. Seguro son
hermosos, pensé.
-¡Buenos días!- saludó y yo
embobado, viéndole las tetas que sobresalían de un vestido entalladísimo. Se
acomodó el escote para enseñármelas bien.
-¡Sí, de nada!- repliqué casi de
inmediato. Ella sólo sonrió. Me quería dar de cabezazos contra las paredes de
todo el edificio. ¿Sí, de nada?
-¿A dónde vas? ¿Vas a la
tienda?- me preguntó con mucho ahínco mientras se despedía a lo lejos del
moreno aquel.
-Sí, voy por leche- respondí
mientras ella buscaba algo en su bolsa, yo sólo me hacía pendejo con unas
monedas que traía en la mano izquierda.
-¿Te puedo encargar algo,
corazón?- su voz se torna más suave y cariñosa. De esa voz que usan las mujeres
para tener a un hombre amarrado al sillón del privado.
-¡Claro!- me falló la modulación de la voz como por un
chingo de decibeles. Le tenía que decir que sí a ese vestido.
Un jabón.
Ruth necesitaba un jabón que lavara todos los rastros pérfidos, depravados y
pecadores de los hombres que estuvieron con ella. Y de los que no, también. Mi
litro de leche ya salía sobrando. Imaginaba a Ruth tomando de mi leche.
-Mi departamento es el 16- dijo
Ruth, me entregó el dinero y me lanzó una mirada de “¿vienes o voy?”.
-Vale, te lo llevo- las monedas
en mi mano izquierda ya se habían abrillantado de tanto que las frote con
sudor.
Chucho, el
abacero, o “Chocho” como lo conocíamos todos por su semblante inflado, siempre
se tardaba en atender, un pedo en las corvas o en los huesos decrecía su
velocidad. Esa ocasión se quiso ver más hijo de la chingada que las demás y se
tardó siglos para pararse de la mecedora que tenía tras el mostrador. Después
de la odisea que pasó al intentar mantener una postura erguida mientras
batallaba con el excedente de carne que colgaba de esa camisa de tirantes
blanca (ni tan blanca) se trepó como pudo a un banquito de madera para poder
alcanzar el jabón de Ruth. En ese momento me acordé cuando mi padre me llevó a
un circo feísimo, me llevó a ver el show del elefante que balanceaba con las
patas traseras sobre un trapecio de colores rojo y dorado. Olía de la chingada.
Cuando salí
de la tienda, pinches diez minutos después, ni siquiera me acordaba que tenía
departamento en el mismo edificio, me fui en chinga al 16. Iba corriendo e
imaginando que Ruth me abría la puerta en calzones. –Que sean de los
transparentes- balbuceaba por las escaleras.
Llegué a su
puerta y percibí un letrero que se me hizo de lo más bizarro y escabroso:
“¡Aquí se venera a la Patrona, en este hogar somos devotos de La Santa
Muerte!”.
Toqué la
puerta e inmediatamente se abrió, Ruth estaba parada en una pose tipo Jessica
Rabbit. Una bata de leopardo estilizaba las formas de su cuerpo. Las gafas de
sol gigantes tenían que esconder algo sobrenatural, estaba segurísimo.
-Ten- así le dije, a secas. Volteé mi mirada por todo
lugar dentro de su departamento. Si Ruth era una puta, entonces me había metido
a las fauces del león… o leona.
-Gracias, mi amor ¿te ofrezco algo de tomar o beberás
sólo leche?- me preguntaba, me tentaba, me hacía de esos tests psicológicos que
sólo las mujeres saben aplicar muy bien. Y yo, caliente y con la posibilidad de
coger, asentí.
“Mi amor”, a veces me pongo a pensar si
realmente tendrán un significado medible esos motes de amor. Digo, no puedes
andar por la vida diciéndoselas a cualquier persona, como lo hacía Ruth ahora
conmigo. Una vez me emputé con una “novia”
porque así les decía a sus amigos. Me tachó de pendejo y de celoso. Me dijo que
así les decía a todos y que no tenía nada que ver. ¡Ah! pero una vez le dije “mamacita” a una amiga enfrente de ella y
hasta me dijo que era un pinche infiel y no sé qué chingadera y media, ni me
dejo “explicarle” que no tenía nada
que ver. Puta DOBLE MORAL.
-Ruth, ¿eres una puta, verdad?-
le pregunté a medias. La verdad quería saber más allá de lo que pregunté. Ella
sólo sonrío y me dio un beso de esos que se sienten a “esto va a doler en la
mañana”.
Cuando se
despegaron nuestras lenguas, Ruth caminó hasta la cocina, preparó un par de
tazas de café y sacó unas conchas de chocolate del microondas. Me invitó a su
comedor con el movimiento de su dedo índice sobre toda mi fuerza de voluntad,
nula ya para ese entonces. Me pregunto que cual era mi movida: trabajo,
escuela, ambas, ninguna de las anteriores. –Soy escritor- le dije mientras
tomaba del café negro y azucarado. Me respondió que era muy interesante y me
pregunto mis razones. Le explique que es una manera muy personal de mandar todo
al carajo. Se carcajeó y me confesó que no conocía a nadie más con ese oficio.
–Yo tampoco- respondí.
-¿Me acompaña al baño Sr.
Escritor? Necesito que alguien me talle en donde no me alcanzo- le quitaba la
envoltura al jabón con un arte, me imagino que así quita los condones cuando ya
no sirven.
-¿Me dejas lavarme las manos?-
ando medio sucio.
-¿Entonces necesitas un baño
también?- me lo preguntó, casi ordenándomelo.
Su baño era
de color celeste con vistas blancas, luz tenue y un olor muy sutil a lavanda y
perfume Paris Hilton.
Al cerrar la
puerta de su baño tras de mí, fui testigo de un espectáculo que muchos hombres
han visto pero pocos han realmente disfrutado. El tacto de la bata de satín
contra lo terso de su piel, piel color vainilla, piel que se estremecía por el
contacto con la tela estampada; el vaivén de su cabello que soltaba una esencia
a madrugada; el camino de sus dedos mientras bajaba su ropa interior; los
pliegues que se formaban cuando sus pechos descansaban sobre ese torso firme;
la pose de sus pies, uno de puntillas y el otro besando el azulejo del piso.
Giró la llave
del agua caliente y dejó que los chorros gozaran sus curvas por un momento.
Como estaba de espalda, pude deleitar mi deseo de tomarla por las nalgas,
besarlas, acariciarlas. Al fin removió esas gafas y las colocó en una ventana
que estaba a la altura de su frente. Comencé a tallarle la espalda, lo hice
como si fuera una pintura de antaño, con cuidado, rozando la piel con el
estropajo. Casi sin vergüenza.
-¡Has de escribir hermoso, mi
amor!- gemía entre risitas mientras la limpiaba. Nunca le pregunté pero siempre
supuse que fue más que un baño.
Nos hicimos
buenos amigos y vecinos. Los claxonazos y los taconazos eran mi señal para
abrir la puerta y desearle buen día o suerte de noche. Nunca sabrá todo lo que
le he escrito.
Tal vez un
día le confiese que pienso en ella cuando me masturbo. En esos ojos tan
perfectos.