Ya muy de noche en algunos
antros del centro de la ciudad se puede avistar un personaje querido de la cultura
tradicional mexicana: “Paquita la del Guarrio”. Paquita suele entreverse por
los diferentes antros adyacentes a la zona rosa, siempre con sus vestidos de
lentejuela y brillos reflectantes, con una actitud pícara y chilera, toda una
resonancia de generosa amplitud y unos modos de puta resentida.
En una de esas ocasiones, ya
muy tarde, decidí visitar la zona más prolífica en cuanto a calentones se
refiere.
Llegué como a eso de las 11:45
de la noche y encontré el lugar saturado de almas perdidas y con ganas de
gastar dos o tres millonadas. Sin embargo, la pista estaba sola, el regazo de
mis compatriotas también; eso sólo podía significar una cosa: La presentación.
La presentación es un muestreo
de las carnes que hay para rentar. Digamos que es como una carnicería que te
deja masticar los cortes de carne para que después, al regurgitarlos, el
siguiente postor los mastique un poco más y así hasta que la carne pueda salir
por la puerta trasera con un fajo de billetes en la mano y un tubo de Canesten
en el otro.
Después de una botella de
cerveza estaba determinado a partir de aquel lugar; la presentación dura 10
minutos aproximadamente y la espera es agobiante pero una sensación de bienestar
me apapachaba la entrepierna.
Terminó la presentación y por
dos minutos la pista permanece desierta, una voz que dispara tres lentas
palabras por segundo afirma que lo siguiente es para no olvidar: Paquita.
Paquita entra por la puerta
grande con mariachi asaltando por las bocinas y un achichincle que recoge las propinas
como un Igor cualquiera que sobresale de sus carnes izquierdas. Es un regocijo
escucharla cantar.
Son esos himnos que nos
convierten a todos en Gregorio Samsa, el ratón Miguelito y hasta en putos;
himnos que nos hacen sonreír mientras la dama nos tira de las cabelleras, los
pezones y hasta de los falos, siempre en un tono caricaturizado y con cierta
travesura característica de su trabajo cotidiano.
¡Bendita Paquita! Tú qué haces
de tu trabajo una euforia de felicidad, recuerdos de júbilo y manoseos de
intenciones burlescas. ¡Bendita Paquita! Sin ti, los antros y congales de la
baja ciudad no serían lo mismo.
Cuando Paquita se despide,
alrededor de cinco o seis canciones después, todo vuelve a lo salival, a lo
cachondo, a lo hedonista, a los juegos de manos entre borrachos y tramposas, a
los lloriqueos de amor entre dos personas que se quieren siempre y cuando
aguante la botella, a los cursos intensivos de amor en las penumbras, en los
salones VIP, en las sinuosidades de un baile erótico en el privado, en las
flores de los vendedores encadenados a las barras, a los tumultos de incrédulos
cuando la bailarina remueve la tanga usada por días, relavada entre las
secreciones de tantos hombres que han perdido el juicio entre roce y roce de
las nalgas desnudas de la deidad que mantienen aferrada entre brazos y a trago
y trago, entre los que se dan por vencido y rinden su homenaje a las deidades
en el baño de su hogar pidiendo a gritos al dios del erotismo que se deje venir
con fuerza, sin piedad y con una buena nalga entre los brazos. Eros. Eres.
Eras. Éramos. Fueron.
Nosotros viviendo la crisis
del ver y no tocar, pagar para tocar y pagar bien. Sin chingaderas.
Paquita se revuelca en los
billetes que soltamos. Mañana ella vuelve a existir, entre la presentación de
las chicas y lo mediocre del amor a manos sucias, el negocio por excelencia de
todo antro y congal en nuestra oscura y decadente ciudad.