Sabía
que tendría que ceder, era de imperiosa necesidad que lo hiciera, de otra
manera tendría yo que regresar a las oscuridades que albergo en mi interior… y
ya no podía lucharlo más. Ella tendría que ser mía.
Hace
muchos años desarrollé una obsesión muy marcada hacia ella, aprovechaba mi
proximidad para saciar aquellos deseos nefastos y sucios. Me había convertido
en una sombra tras su figura, siempre mirando, observando y salivando por ella.
Cada oportunidad que me regalaba se convertía en una misión para dejar su
esencia embarrada en mi entrepierna.
Perfume,
ropa, lencería e inclusive un poco de la espuma seca en la almohada de su cama.
Todo me envolvía en un placer de enormes proporciones y vasto en recuerdos. De
vez en cuando recogía “souvenirs” para después esconderlos en las profundidades
de mi alcoba.
Siempre
fui muy cuidadoso de no mostrar alguna debilidad frente a ella o conocidos que
pudieran advertirle de mis siniestras prácticas o que pudieran juzgarme y
castigar mi lujuria al distanciarme de ella por siglos.
Así
viví durante años, mientras en la adolescencia solo la quería como un objeto
lúdico de entretenimiento, los años venideros alcanzaron mi madurez sexual y
moral. Me sentía el ser más despreciable de la tierra por amarla, por querer
disfrutar de esa lascivia que se contemplaba tan deliciosa, por saborear sus
labios pequeños y de mimar ese cuerpo tan exquisito. Un manjar de mujer, pero
prohibida por su sangre.
Las
visitas que realizaba a mis aposentos eran constantes, rituales de fin de
semana casi imposibles de evadir. Era una tortura a los huesos de mi apetito
carnal. Era una maldición perversa. Más de mil veces me cuestioné él porque de
mi desdicha, él porque me habría de enamorar de nadie más que de ella a
sabiendas que era imposible poseerla y más de mil veces conforté mis ansias
bajo el iracundo golpeteo del agua en mi espalda.
Entonces
llegó el día, un día como cualquier otro sin saber que la noche que le procedía
sería una llena de rojos escarlatas. Había bebido como mendigo en opulencia y
había fumado para saciar el dolor. Esa oportunidad era mía y, como las
anteriores, no la iba a desaprovechar.
Fue
un vistazo a su vestido negro, su tímido escote y sus piernas de guerrera lo
que me hizo titubear por un segundo, no me había convencido aún de la atrocidad
que iba a cometer, aún era muy fresca la idea de tomarla a la fuerza, pero no
importaba ya. Aún no caía la noche y mis intenciones se afilaban como dagas.
Volví a observarle. Me levanté de mi silla y la llamé hacia la recamara.
Cerró
la puerta tras de sí y miro mi temple con atención, notó el arrepentimiento en
mi cara, mis ojos querían verle pero el horror a la que la sometería era demasiado
para volcar mi mirada. Sin dudar, se acercó a mi oído y susurró: “-Hazlo-“.
La
tomé del brazo con una fuerza desmedida, tanto así que dejo escapar un pequeño
gemido, sin reparar en aquello, levanté su vestido, rasgué su calzón y acaricie
su entrepierna, besé sus diminutos labios y mordí la carne de sus pechos.
Introduje mi pene en su vagina y arremetí de tal manera que tuve que insertar
los restos de sus bragas en su boca para evitar hacer ruido alguno. Culmine mi
fechoría en poco tiempo pues, eran tantos años de esperarle que, la vehemencia
de mis estocadas era pornográfica y ruin.
Volví
a mirar su cuerpo maltrecho y ajado, bese su mano izquierda, su frente y su
boca.
Volví
al cuarto común y advertí que ella dormía y que gustaba de no ser molestada.
Nadie preguntó más. ¿Cómo habrían de hacerlo? ¿Cómo sospecharían de un crimen
tan atroz llevado a cabo por el familiar de la aún no conocida como “víctima”?
¿Cómo?
Al
siguiente día recibí una llamada de teléfono. Su cuerpo había sido encontrado
lleno de contusiones y sangre. Nunca sabrán que fue un sacrificio que ella hizo
por el amor tan puro que yo le profesaba.
Les
escribo desde mi mazmorra en lo más profundo de la cárcel de mi remordimiento.
En su memoria.