martes, 13 de agosto de 2013

Ella es así.

Sábado.
Desperté antes que ella y fui a comprar el café que tanto le gusta, un par de donas rellenas de chocolate y el periódico. Al salir de la tienda crucé hacia la florería y recogí sólo un tulipán. Caminé con apuro hacia mi edificio y subí por las escaleras; el elevador se tardó lustros en bajar.
Entre cuidadosamente a mi apartamento, no quería despertarla. Aún era temprano cuando ya tenía la mesita lista: dos tazas de café, una pieza de pan recién hecho en cada plato y, al centro, un florero transparente. El tulipán se asomaba mostrando sus pétalos color naranja y amarillo.
Se levantó y camino hacia la ventana grande, contempló la vista que aquel octavo piso regalaba, los parajes de la ciudad siempre le han gustado.
Me tomó por sorpresa, pues yo leía el periódico y sus pasos eran silenciosos.
Traía puesta la camisa que use el día anterior. Blanca, de vestir, abotonada a medias y con las mangas como guantes.
Pasó por mi espalda y me abrazó, me besó en la mejilla y exclamó: -¡Buen día!- sonreí y le pedí que se sentara a desayunar.
Reímos hasta que terminamos con el pan, se sentó en mis piernas durante el crucigrama; lo dejamos incompleto. No somos tan intelectuales.
Por la tarde fuimos al zoológico, recuerdo que me hizo reír tan fuerte que los demás presentes me veían completamente desconcertados; de ahí, nos pasamos al museo y después, cruzamos una extensa plaza para poder llegar al centro.
Allí, compró unos aretes y un helado de vainilla, yo preferí un sorbete de limón.
Ya de noche y cansados, optamos por quedarnos en el apartamento y ver películas. Siempre he tenido una vasta colección, así que no tuvimos que hace paradas extra cuando regresábamos a casa.
Dustin Hoffman, Merryl Streep, Jennifer Aniston, Paul Rudd, Al Pacino, Jack Nicholson y ya muy de madrugada, hasta Molly Ringwald, todos ellos nos hicieron compañía junto a las rosetas de maíz y el vino tinto.
Se quedó dormida frente al televisor y la cargue hasta la cama, me recosté junto a ella y la acomodé entre mis brazos.
Besé su frente y cerré mis ojos.

Domingo.
Dormimos poco. Tuvimos que levantarnos a prisa pues se nos hacía tarde. Muy tarde.
Tomé su maleta grande y la ayudé con alguna de la ropa: jeans, blusas, ropa interior, suéteres, metí un gorro negro para el invierno, etcétera. Sabía muy bien que necesitaba llevarlos, siempre ha sido muy sensible al clima frío.
Salimos del apartamento casi atropellándonos, y ya en la calle, tomamos el primer taxi que nos hiciera una señal y nos dirigimos hacia el aeropuerto.
AL llegar, corrimos hacia la entada, le di su equipaje y la vi seguir adelante. Pasó por seguridad, chequeo de equipaje, la línea que daba entrada a la sala de espera y, ya sentada me llamó al celular.
Me llamó, no para despedirse, sino para contarme todo lo que veía a su alrededor, todo lo que pasaba y que le causaba gracia; ella es así. Me contó del chico que compraba de comer de manera desesperada, de la señora que hojeaba revistas mientras su hijo le tiraba de la falda y sostenía un dulce con la otra mano, la chica que flirteaba con la otra, el abuelo que olía raro y su nietos que lo notaban. Todo aquello me dijo, pero no me dijo adiós. Hablamos por 47 minutos y no me dijo adiós. Yo tampoco.
Cuando dieron la instrucción de abordaje, me volvió a llamar. Me dijo:
-Marcos, te quiero decir que estos cuatro años que estuvimos juntos han sido los más felices de mi vida, que aunque me vaya, una parte de mí se queda contigo. Que te voy a extrañar cantidades, que te voy a pensar y soñar todos los días y que nunca te voy a olvidar. Te quiero decir que en estos cuatro años has sido mi todo, mi amigo, mi confidente, mi amante, mi soporte, pero sobre todas las cosas, has sido el único que nunca me dejo caer. ¡Te amo!-.
No tuve tiempo ni voz para contestar y cuando me atreví a hacerlo, me interrumpió:
-Adiós-.

Nos escribimos correos y nos vimos por internet, como nos habíamos prometido. Pero con el paso de los meses, dejamos de hacerlo. Nos descuidamos, como sabíamos que pasaría pero que nadie quiso aceptar cara a cara. Conoceríamos gente nueva, ella en otro lugar y yo aquí.
Al menos sé que fue real y que por cuatro años, por cuatro hermosos años, la hice completamente feliz.

sábado, 3 de agosto de 2013

Los locos no piden perdón. (Proyecto: Carne De Circo)

Rodrigo se levantaba tarde los domingos, siempre a la espera de que alguna de esas tardes su familia fuera a visitarlo, al menos para compadecerse de él. Pero el ocaso muere pronto y su soledad es perpetua.
Los domingos servían pizza medio fría, agua al tiempo y de postre, una taza de gelatina que sabía a papel. Rodrigo sabe esto porque él come papel. No cualquier tipo de papel, tiene una rara inclinación por el papel fotográfico. No es raro ver pedazos de caras o paisajes en sus heces.
Rodrigo llegó al área del comedor media hora después de haber levantado su pesada espalda de la cama, era un individuo extremadamente pesado como para tener tan escuálida figura. Él decía que las culpas eran lo pesado.
Se sentó al lado de María, una chica rubia, de ojos grises y talle delgado. Rodrigo y María nunca se dirigían la palabra. Solo cuando él se escurría por los pasillos del sanatorio en las madrugadas para tener relaciones con ella. Y a veces ni siquiera cuando llegaban al orgasmo se hablaban, eran muy herméticos. La locura te hace mucho daño, aún más cuando no lo padeces.
Comieron en silencio, como siempre, hasta que María le hizo una seña con el tenedor. Rodrigo solo resoplo y toco el tenedor de ella con el suyo.
Después de comer Rodrigo leía por un rato, a veces horas, a veces segundos, a veces pretendía leer. Nunca dejó de hacerlo, de pretender; no solo pretendía leer sino que pretendía ir al baño, pretendía que había terminado de jugar damas chinas con los demás pacientes, pretendía estar loco.
Rodrigo miraba por la ventana para pretender que las sombras de sus padres se asomaban por esos pastizales verdes como el jade, pero las sombras solo habitaban en su cuarto. Juzgando su inexistente enfermedad. Rodrigo no estaba loco. Sus padres y el resto del mundo, sí.
Dieron las ocho de la noche y los enfermeros andaban como locos, tirando de los brazos de los enfermos, acostándolos a la fuerza, cerrando las habitaciones, jugando póker y tomando vino del barato. Todo aquello era una misión ardua y extenuante.
Mientras los enfermeros, ya borrachos, se masturbaban unos a otros, Rodrigo se escapaba de su cuarto; como él y María eran pacientes de conductas regulares y no resultaban dañinos para sí mismos y/o los demás, nunca dormían bajo llave. Las paredes del sanatorio eran estrechas y largas, casi como si fueran un laberinto recto. Tomaron alrededor de tres puertas a la izquierda para llegar al cuarto de María, ella lo esperaba tímidamente, cubierta en sábanas blancas y hediendo a sanitizante.
Terminaron su juego de adolescentes y Rodrigo regresó a su cuarto. María le había dicho que lo amaba. Los locos no sienten. Al menos no como debiesen. Rodrigo calló mientras se vestía.
El lunes servían sopa de codos fría, ensalada y jugo de naranja. No había postre para Rodrigo, una de las enfermeras lo había visto mientras entraba a su cuarto la noche anterior. De igual manera, Rodrigo se iba a comer la sección de deportes del periódico.
En la tarde, mientras Rodrigo pretendía leer, se le acercó Miguel y lo tomó del hombro. Le preguntó si le gustaba tener relaciones con María, le preguntó cómo era ella en la cama, le preguntó si se la cogía vaginal o analmente, si ella le hacía sexo oral. Rodrigo a todo dijo que no.
Miguel era una persona retorcida que gustaba de trabajar ahí por el único hecho de rodearse de gente desequilibrada, quizá mucho menos desequilibrada que él. Por su naturaleza morbosa, insana, maquiavélica, les propuso un juego a los demás enfermeros: sexo en vivo.
Iban a forzar a los pacientes a tener relaciones mientras ellos miraban. Los enfermeros no estaban de acuerdo, al principio pero mientras consumían más y más alcohol, la idea se tornaba excitante y estrambótica.
Decidieron empezar a la noche siguiente, el martes. Miguel ya sabía quiénes serían los que abrirían telón.
El martes, como es costumbre, Rodrigo se levantó a medio día y con hambre. El martes sirven fideos, agua al tiempo y un pedazo de pastel de zanahoria. El pastel sabe a cal. Rodrigo sabe esto porque Rodrigo come cal.
Miguel espera que Rodrigo se fuera a “leer” para tomarlo por sorpresa y drogarlo, pero Rodrigo salió a tomar aire fresco; el olor de la asepsia que inundaba el recinto era sofocante. Rodrigo pudo haber matado a su propia madre por una bocanada de cigarro.
Miguel reptaba por los pasillos en busca de su semental, serpenteaba entre cuartos desesperado. Miguel tenía que ver a Rodrigo penetrando a María, no sólo por lo mórbido del espectáculo sino porque Miguel amaba a María. Amar es un verbo muy turbio.
Pasó la tarde y Miguel ya había encontrado a Rodrigo, lo encontró sentado en una de las bancas que tienen vista al bosque que rodea el sanatorio.
Rodrigo, al sentir la presencia de Miguel, preguntó si aquel tenía un cigarro que le compartiera, Miguel asintió y sacó una caja de Marlboros rojos de su bolsillo, extendió el mismo y un encendedor de color negro. Rodrigo le dio las gracias de manera desinteresada y comenzó a llenar sus pulmones de ese humo agradable y viscoso. Miguel aprovecho la última bocanada de su verraco y le drogó.
Dieron las doce de la noche y el alcohol flotaba por las venas de los enfermeros como cadáveres en una fosa; ellos, mujeres y hombres, esperaban anhelantes de un show tan ácido como sus gustos en la pornografía o las pequeñas orgías que sostenían por las madrugadas en los cuartos de descanso.
María estaba dormida cuando llegaron las enfermeras a doparla, igual como lo hizo Miguel a Rodrigo.
Estaban los protagonistas en medio de la sala de juegos, los enfermeros estaban tomando, fumando y algunas enfermeras sobaban los miembros de los enfermeros. Todos ellos mirando con fervor a la pareja.
Miguel les vertió un poco de alcohol en las caras y los obligó a besarse. Los besos violentaban las bocas de ambos, se convertían en mordidas. Acto seguido, la pareja en cuestión se encontraba desnuda, se habían rasgado las ropas y sin mirarse hacían el sexo. Un sexo sucio, lleno de vehemencia, se gritaban obscenidades, Rodrigo golpeaba las nalgas de su contraparte, la mallugaba, la lastimaba de forma inhumana.
Miguel, en su excitación, removió el cinto de su pantalón y lo prestó a Rodrigo que, aún bajo la influencia de la droga, golpeo el cuerpo de María.
Los gritos de los enfermeros le excitaban y en un momento de verdadera locura, enredó el cinturón en el cuello de María, asfixiándola. Los enfermeros dejaron de reír, los penes de aquellos se tornaron flácidos, las mujeres dejaron de tocarse y de sobar los genitales de sus colegas. Ya no era estimulante, ya no era gracioso. Trataron de detenerlo.
María yacía muerta, caliente como el alquitrán que se quemaba en los dedos de un Miguel que lloraba en secreto.
Al día siguiente el cuerpo de María fue enterrado frente a la mirada atónita de su familia. Miguel renunció y Rodrigo fue transferido a un sanatorio de alta peligrosidad. Ya no espera a su familia, ni los ve en sombras.
Ahora pretende que nunca mató a María y habla con ella.
Nunca pide perdón.
Los locos no piden perdón.